En estos días que en el debate nacional sigue presente de manera prioritaria el tema de la migración, nos llega desde Quebec la noticia de que su Primer Ministro ha presentado una iniciativa al parlamento local, a fin de que jueces, policías y profesores, entre otros servidores públicos, no porten signos religiosos en su horario de trabajo.
La iniciativa que tiene muchas probabilidades de ser aprobada, pues la “Coalición Futuro de Quebec” que la promueve, cuenta con los votos necesarios en esa soberanía, estaría gozando de un amplio respaldo de la sociedad quebequense, de acuerdo con un sondeo de opinión que asimismo ha sido difundido por varios medios informativos canadienses.
En la iniciativa se puede leer que su objetivo es afirmar y definir la laicidad del Estado de acuerdo con cuatro principios: separación del Estado y la religión, neutralidad religiosa del Estado, igualdad de los ciudadanos, así como libertad de conciencia y de religión. Hay que destacar que diversos colectivos se han pronunciado en contra de la iniciativa, particularmente comunidades de musulmanes cuyas mujeres verían afectadas sus costumbres, como portar velo.
En ese contexto es conveniente tomar en cuenta la tradición católica que ostenta la mayoría de la población de Quebec, de modo que para algunos analistas locales, la iniciativa del Primer Ministro tiene un matiz de laicidad selectiva, teniendo como destinatarios específicos a quienes profesan el Islam.
La noticia nos llama a la reflexión sobre hechos que han venido sucediendo en nuestras latitudes alrededor de las confesiones, particularmente los relacionados con la comisión de diversos delitos graves, en que han incurrido prominentes clérigos de distintas religiones que se profesan en México, cuya proliferación en gran medida es explicable a la luz de las relaciones de esos personajes con políticos y servidores públicos, a quienes se les ha acreditado militancia o al menos simpatía con algunos de los principales partidos políticos nacionales.
Si bien es cierto que en la actualidad, un criterio que debería orientar nuestra convivencia es el de la tolerancia ante la diversidad, también lo es que el proceso de secularización de la vida pública y política debería ser cuidado y exigido, a fin de evitar involuciones que precisamente afectan los derechos humanos, y que abonar a la conformación de grupos que logran acumular un amplio poder político, de usufructo en clave electoral.
De modo que sería deseable que en nuestro país, los legisladores iniciaran por regular la visibilidad de las expresiones religiosas en el espacio público, así como exigir el cumplimiento a todo servidor público de apegarse a la laicidad establecida en nuestro marco jurídico, particularmente en el ámbito educativo donde se cimientan los valores, pues precisamente desde la academia es imprescindible que se asuma el valor de la convivencia constructiva en la diversidad, sin excepciones para religión alguna, en tanto la práctica del dogma debiera conservarse para el ámbito privado, atendiendo a nuestra historia que nos recuerda el cúmulo de vidas que ha costado la pretensión de imponer un credo, para luego sacar provecho económico y político de esa imposición.