Por Guadalupe Escobedo Conde
¿Miss Universo aún existe? Fue el primer cuestionamiento en redes sociales al trascender la noticia mundial sobre la corona de la belleza en su máxima expresión patriarcal y sexista, por tercer ocasión una representante de la mujer bonita mexicana recibe la banda que la acredita como la más hermosa, no sólo del mundo, sino del universo, es algo pretencioso el título de un concurso que sobrevivió a la pandemia del Coronavirus y que se niega a morir frente a las exigencias feministas que ubican este espectáculo, como un mercado de piel que marca cánones de belleza y cosifica a las mujeres como un objeto visual.
La prensa internacional alaba a Andrea Meza, una maquillista y modelo que “hubiera cuidado de todos” los enfermos de Covid que han muerto en México, pero andaba en la pasarela, donde reconoce que la sociedad ha avanzado en los “estereotipos” de género, seguramente lo dice sin cavilar mucho, a veces el trajín de las prisas de los pasillos en bikini, no da tiempo de analizar que forman parte de un gran entramado tendido por hombres con dinero y poder que desde 1920 idearon un certamen de jovencitas vírgenes, algunas menores de edad, para atraer el turismo y vender un falso empoderamiento de las mujeres.
La convocatoria es clara, para acceder a participar la “miss” debe ser soltera, sin hijos, delgadas, altas y que deseen “la paz mundial” como única respuesta a cuestionamientos serios, porque también se les pregunta que comen, si hacen ejercicio, si prefieren caballeros de edad, sus “hobbies” y habilidades artísticas, cantan, bailan o modelan. La competencia centenaria no podría ser más humillante al hacerla caminar en vestidos atípicos de sus regiones, una especie de disfraz para llamar la atención sobre su lugar de origen, luego la gala en vestido de chaquira y lentejuela y como broche de oro, la cadenciosa caminata en zapatillas y bikini, y así, semidesnuda frente al mundo, tener que hablar de los muertos por Covid o los niños que padecen hambre en África y las guerras que no acaban nunca.
Y ahí están ellas, luego de pasar hambre, frío, soledad y filtros extenuantes y corruptos en sus lugares de origen, alcanzaron la máxima palestra mundial, ahora toca competir entre ellas, poniendo buena cara ante la adversidad, despojándose de cualquier pudor y anhelando llevarse la corona, o los premios de consolación, miss simpatía, fotogénica o la más amigable.
¿Cómo alegrarnos por este resultado? En un país donde cada día asesinan a once mujeres, donde la violencia de género está presente en todos los ámbitos sociales, públicos y privados, donde la brecha de género se ensancha con los pensamientos retrogradas y machistas de los hombres en el poder, donde las dificultades de las más, no tienen nada que ver con la “miss”.
Desde hace una década el debate mundial está centrado en la desaparición de la injusta competencia, por la violencia simbólica, por eso varios países ya han salido de esa justa mundial y han dejado las pasarelas, que se producen con dinero público, actualmente el principal orquestador del multimillonario evento sigue siendo Donald Trump. México ya legisla al respecto: “promover la competencia entra las mujeres a partir de sus atributos físicos incentiva patrones sexistas y machistas que estigmatizan, cosifican y minimizan el rol que desempeñamos las mujeres en la sociedad” cita la iniciativa de reforma a la Ley de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre.
¿Quiénes celebran esta corona? Aquellos que apuestan por seguir eternizando una práctica donde la mujer es objeto de consumo y no sujeta de derechos, un espectáculo capitalista que premia la idea de la perfección física de la mujer.
Y no se trata de criticar a quien lucho por esa corona, es solo que debemos visibilizar la violencia simbólica que fomentan esos concursos. “El feminismo y las feministas no cuestionan las decisiones individuales de una mujer, sino las razones que la obligan a tomarla. Si conceptualizamos mal, politizamos mal” posteó la colectiva Mujeres de la Sal. “Ya somos como Venezuela”, apuntó una internauta al hacer alusión aquella nación semillero de “misses” formadas a base de operaciones estéticas, exigencias de la industria.