La construcción de un nuevo paradigma social que haga posible una transformación profunda de México a favor de mayor bienestar, justicia, equidad y paz, requiere irremisiblemente de una nueva clase política y empresarial, de las cuales seguimos adoleciendo en lo general, con honrosas excepciones. Seguimos enterándonos de casos de corrupción en el ámbito gubernamental, en los que se ventila la connivencia de empresarios.
Están en curso varias investigaciones judiciales sobre ex integrantes de los poderes ejecutivo y judicial, en cuyo marco el pasado fin de semana salió una vez más a la palestra el caso del ex gobernador de Nayarit, Roberto Sandoval, a quien junto con su familia el Departamento de Estado Norteamericano le ha negado el acceso a ese país, ante la presunción de que durante su mandato se involucró en actos significativos de corrupción, de modo que registra un enriquecimiento inexplicable.
El tema no es privativo de un partido político, ni de un poder, ni de un sector específico de la iniciativa privada, se trata de un problema sistémico a nivel nacional, es decir, de un problema inherente al andamiaje institucional, deficiente en sus controles e incapaz de auditar de manera efectiva y oportuna a los servidores públicos de todos los órdenes de gobierno y, en su caso, de sancionarlos de manera ejemplar.
De modo que el nivel de autonomía que la clase política se dio, al amparo del modelo de la democracia representativa, lejos de irse achicando se ha mantenido e incluso ampliando, pues las élites enquistadas en los poderes de la unión siguen disponiendo de las vías formales e informales para determinar y conducir la vida institucional, con vasta autonomía e incluso al margen del grueso de los representados, particularmente en lo que hace a la conformación de las instancias que se han ido creando para controlar y vigilar a los servidores públicos, como es el caso del sistema nacional anticorrupción.
Si esas instancias estuvieran cumpliendo su cometido evidentemente no estaríamos hablando de esos casos de corrupción, que a todas luces no se habrán de inhibir con la simple buena voluntad o el dicho del primer mandatario, por más que éste asegure que ya no se comenten delitos en el ámbito del gobierno federal. A ese fenómeno de la corrupción lacerante para la vida cívica nacional, habría que sumar el oportunismo de la clase política, que lo mismo intenta lucrar con el asesinato de mujeres, que apropiarse de una reivindicación histórica como lo es la lucha feminista.
Al día de hoy hasta los conservadores se han pronunciado a favor de las acciones que vienen impulsando diversos colectivos feministas, irónicamente en contra de esos grupos dogmáticos e intolerantes, quienes han sido al menos omisos por no decir promotores de la discriminación y la violencia hacia las mujeres.
Considerando las décadas pérdidas, ante la promesa incumplida de que el entreveramiento generacional de la clase política, habría de implicar un cambo a favor de la mayoría de los mexicanos, cabe recapitular que el tránsito del país hacia un modelo de organización social que garantice una mayor inclusión, equidad, distribución de la riqueza y solidaridad social, implica invariablemente que la sociedad civil organizada vaya ganando espacios a favor de su participación directa en la toma de decisiones, lo que le permita incidir de manera efectiva en la conformación de los gobiernos, lo que a su vez implica redefinir el perfil humano y profesional que deberían cumplir quienes participan en la labor de representar y de encabezar un gobierno.