Barbarie en tiempos de nueva normalidad

El asesinato de una persona más de piel negra en los Estados Unidos de Norteamérica, ha sido el detonante de protestas multitudinarias que se han extendido por varias partes del mundo, en las cuales de manera indistinta se ha repudiado el racismo y el abuso de las autoridades policiales; mientras en las manifestaciones en aquel país se ha añadido el rechazo al despotismo presidencial, que ha caracterizado al gobierno del empresario Donald Trump, quien amenaza con pretender su reelección en el cargo, en las elecciones que se habrán de verificar en noviembre próximo.

George Floyd fue asesinado el reciente 25 de mayo en Minneapolis, Minnesota, por un policía de piel blanca, incrustando su rodilla sobre el cuello de la víctima durante varios minutos, no sólo para someterlo sino evidentemente con el objetivo de asesinarlo, ante la mirada complaciente de tres de sus compañeros policías, que nada hicieron para impedir la atrocidad.

Ante las masivas protestas de civiles negros y blancos en muchas ciudades norteamericanas, la respuesta del mandatario ha sido amenazar e intentar intimidar a quienes no han optado por el silencio y la pasividad, es decir, a quienes se han rebelado ante la violencia y la brutalidad de quienes se asumen como superiores, por el hecho de ser blancos, materialmente ricos o por detentar un poder legal; ideas que tienen una profunda raíz cultural.

Para analizar la personalidad de quienes se asumen como superiores y con el derecho a ejercer dominio por cualquier vía, es conveniente hurgar en las raíces de la civilización occidental, que dio como fruto el modelo económico y político hoy hegemónico, pues habría que recordar que fue la esclavitud, en esencia de negros y extranjeros, lo que permitió el desarrollo de la vida cívica desde la Grecia de Pericles. De tal forma que la disposición de tiempo libre, permitió a pequeños grupos compactos de hombres libres y propietarios, el desarrollo de una convivencia que derivó en la democracia, transformada muchos siglos después por el liberalismo en representación; ese paradigma tuvo como objetivo fundamental enquistar en el poder político a una élite al servicio de la clase poseedora.

Si bien sería un exceso establecer una relación directa entre ese antecedente político y el racismo que hoy se patentiza en el asesinato de Floyd, el aire de familia reside en que a través de los siglos y hasta nuestros días, esa élite blanca y propietaria ha diseminado por la vía cultural la idea de que por esas razones, ajenas al mérito a favor del bien común, tiene el privilegio de ser distinta y superior a las demás personas, concibiendo a los negros y a los pobres como esclavos, como mercancías usables y desechables, que sólo constituyen una cifra, o en el mejor de los casos un voto, a favor de su enquistamiento en el poder político y económico.

En consecuencia, la gente que comparte la ideología de esa élite, al amparo de un iluso sentido de pertenencia, considera que puede apelar a cualquier medio para hacer prevalecer la ley y el orden beneficiosos para la élite a la cual sirve. Conductas públicas de esa índole no escapan a la cotidianeidad de México, como lo muestra el reciente asesinato del joven Giovanni López, en Ixtlahuacán de los Membrillos, Jalisco, como consecuencia de la golpiza que recibió ante el presumible desacato de un acuerdo gubernamental por demás autoritario. De estos hechos, como suele suceder, se han pretendido deslindar las autoridades municipales y estatales, que irremisiblemente son responsables. Ante estos deleznables hechos de barbarie, que en nada contribuyen a por lo menos imaginar una nueva normalidad con mayor civilidad, cabe recapitular que en una disputa entre desiguales no tomar partido beneficia al poderoso; de modo que parafraseando a Camus y a Sartre cabría decir que, basados en lo que nos han convertido las circunstancias, es imprescindible actuar para que este mundo sea un lugar menos injusto y hostil; no obstante, el riesgo de fracasar.

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